El futuro de la Iglesia se juega entre silencios clausurados, nombres susurrados y decisiones ya casi cantadas.
ROMA. Hay algo casi desconcertante en lo impecable que puede verse Roma un domingo de mayo. El cielo está intacto, los adoquines relucen como si los hubieran encerado, y la brisa que baja del Gianicolo huele a cáscaras de naranja y hojas de olivo. Es un día que parece diseñado para durar más de la cuenta, como si la ciudad quisiera aplazar un poco más lo inevitable.
Será, casi con certeza, el último domingo de sede vacante. El próximo miércoles, 133 cardenales de 70 países ingresarán a la Capilla Sixtina para iniciar las votaciones. Si las estadísticas sirven de guía (y no siempre lo hacen), todo debería resolverse en dos o tres días. Francisco fue elegido en el segundo. Benedicto XVI, también. Juan Pablo II necesitó tres. Y solo uno en la era moderna, Pío XII en 1939, fue elegido en el primer día completo de escrutinios.
Pero esta vez hay un dato que transforma las probabilidades en presunciones. De los 133 cardenales electores, 108 fueron creados por el mismo papa que ahora descansa en la Basílica de Santa María la Mayor, y que —como algunos murmuran— sigue jugando en esta partida. No es ilegítimo pensar que esta será una elección sin sobresaltos, casi administrativa. Como si el nuevo pontífice ya estuviera escrito y solo faltara que el Espíritu Santo lo confirmara con la formalidad del voto.
Afuera, los turistas avanzan con sus helados derretidos y sus sombreros ridículos. Adentro, en los pasillos de Santa Marta, se ultiman detalles con precisión quirúrgica. Las habitaciones fueron reacondicionadas, aisladas del mundo exterior: sin celulares, sin relojes inteligentes, sin excusas. El martes se hará el sorteo. El miércoles por la mañana, misa Pro eligendo Pontifice. Y después, la clausura.
Clausura. Palabra que parece ajena hasta que se vuelve propia: sin noticias, sin señales, solo el pulso del calendario litúrgico marcando los días. Afuera, la vida sigue con sus ritos menores, imperceptibles para casi todos. Alguno, sin embargo, pesa un poco más. Tres lucecitas sobre una torta, por ejemplo.
Volvamos. Las congregaciones generales del sábado han sido extensas pero previsibles. Se habló de sinodalidad, de fraternidad, del papel de la Curia, de la necesidad de un papa profético pero práctico. Se citaron documentos de Francisco y se le agradeció en más de una lengua.
Los vaticanistas, por su parte, siguen con su danza de nombres, como quien menciona caballos antes de una carrera: Parolin, el diplomático de hierro; Zuppi, el pastor; Hollerich, la jesuita políglota que vivió en Japón; Grech, el maltés del Sínodo; Aveline, que no habla italiano. Algunas con biografías tan particulares que parece improbable que alguien las haya inventado. Y también hay tapados, para todos los gustos.
Por supuesto, en los conciliábulos también hay tensiones. Unos quieren consolidar lo iniciado por Francisco. Otros, pongale freno. Y todos, sin excepción, quieren que el proceso sea breve. No hay margen para cónclaves de tres años como el de Viterbo en 1271, cuando les sacaron hasta el techo para que se sintieran incómodos y se decidieran, ni para los 75 días y 83 votaciones de Benedicto XIII, uno de los más largos bajo las normas actuales. Hoy, si llegaran a los 33 o 34 escrutinios, se pasa al modo definición por penales: los dos más votados, en una elección a todo o nada. Así lo fundó Juan Pablo II en 1996, en la constitución apostólica ‘Universi Dominici Gregis’.
Hay algo fascinante en este sistema: una mezcla de arcaísmo y pragmatismo que solo la Iglesia católica podría sostener sin sonrojarse. Todo ocurre dentro de un fresco de Miguel Ángel. Todo se decide bajo la mirada del Juicio Final.
Sin embargo, lo verdaderamente importante puede no estar solo en la elección, sino en lo que ocurre lejos de estos muros: la dirección que tomará la Iglesia en un mundo fragmentado, su respuesta frente a la desigualdad, su forma de estar —o no— en los márgenes. A veces, también se esconde en gestos mínimos, como una pequeña voz que canta el feliz cumpleaños y sopla tres velitas.