Iván Ávila, el último rebelde del atletismo cordobés

Una miopía hizo que eligiera el mundo de las carreras porque otro deporte no podía hacer; en 2002, corrió de «casualidad» la primera edición del maratón de Rosario y ganó; «llegué a tener dos entrenadores: uno para la calle y otro para la pista», cuenta.

ván Ávila tiene 45 años, pero podría tener menos. O más, como él mismo remarca cada vez que puede. Menos porque Iván, que nació en Córdoba pero se mudó a Alta Gracia durante su infancia, pareciera que nunca sintió el paso del tiempo. Iván Ávila resulta ser la última leyenda viva del atletismo cordobés, disciplina que lo exportó fronteras afuera, más precisamente a Buenos Aires, donde sintió la presión y las exigencias del deporte que eligió, y a Rosario, donde ganó la primera edición del maratón (2002), hoy una fecha inamovible en el calendario de carreras de calle.

«Empecé a correr a los 6 años, mi viejo era dirigente del atletismo cordobés y me llevaba a la pista porque correr era lo único que podía hacer, ya que sufría de miopía y por los anteojos no podía hacer ningún deporte. Sin quererlo, elegí el atletismo». Así suelta la primera frase minutos después de haber hecho pasadas de 300 metros en el Polideportivo de Villa Allende, a 40 kilómetros de su Alta Gracia natal. Cuenta que, a pesar de papá, a los 8 empezó a descubrir que aquella adrenalina de darle vueltas a la pista despertaba algo en él.

«En aquellas épocas iba a correr a la pista del Liceo General Paz, en Córdoba. Yo me daba cuenta que podía correr más fuerte que los milicos, que estaban entrenados. No me costaba, así que cuando tenía 13 años empecé a correr torneos locales en pista», señala. Hijo de una familia de cinco integrantes, Iván, que además de la victoria en Rosario fue 50 y 6to en el maratón de Buenos Aires, recuerda que durante sus primeros años de preparación contaba con dos entrenadores. «Alejandro Leschiera me entrenaba en la calle y el gallego Mauro Hernández en la pista. El gallego venía de España y había estudiado en Estados Unidos, donde corrió para el Santa Monica Track Club, así que era muy bueno. Entre ellos no sabían que ambos me entrenaban, sino se me armaba quilombo», recuerda.

Inicio ganador

Ávila ganó su primera carrera a los 14 años, en su debut en media maratón, donde cronometró 1h14m. «Los organizadores de aquella carrera -Media Maratón Homenaje a Fernando Zicarelli, en Córdoba- no podían creerlo», señala. A los 17 debutó en el maratón de Gendarmería Nacional pero abandonó en el kilómetro 38, donde venía para correr debajo de 2h30m.

A la par de aquellas hazañas y cuando el pelo le llegaba a la espalda media, Iván dejó el colegio en quinto año para, según él, entrenarse doble turno y viajar a correr por el país. La realidad de Ávila hoy, más de dos décadas después, es parecida. Cuenta con orgullo que siempre hizo lo que quiso y que sentirse libre fue lo mejor que le dio el atletismo. También afirma que siempre fue discriminado, sobre todo en Buenos Aires, donde entrenadores renegaban de su pelo y de su estilo hippie. «Demasiado hacía que me ponía algunas remeras de carreras, porque tampoco me gustaba hacerlo. Yo no quería correr para nadie, quería hacer la mía. Siempre quisieron cambiarme, pero nunca pudieron», se ufana.

Un poco contra el sistema, empezó el camino más grande que según él emprendió: bajar de 2h30m en el maratón. Y lo que le pasó a mitad de ese camino le llena los ojos de lágrimas: ganar el maratón de Rosario casi por casualidad.

También recuerda aquella carrera: «Corrí de casualidad, porque iba a acompañar a un amigo que debutaba en la distancia. Cuando llegamos y vio que aquella carrera, la primera maratón de Rosario, era cosa seria, arrugó. ¡No quiso correr! Yo decidí largar a último momento y con bronca. Habíamos viajado toda la noche para nada, porque aquel día era de él. Pero me encontré tercero en el kilómetro 38, a doscientos metros del uruguayo Washington Veleda, sin poder creerlo». Y continúa: «Para cuando pasamos los adoquines, ya lo tenía encima. Nunca respondió mi ataque. Aquel día, me acuerdo, el premio eran souvenirs dentro de un bolso oficial de la carrera».

Tecnología, lejos

Iván no tiene teléfono celular, mucho menos Facebook o WhatsApp. Tampoco está siempre en el mismo lugar. Aunque su documento arroje el domicilio de su casa materna, en Alta Gracia, Iván anda, como cosa de su propio destino, suelto por cada carrera de calle que exista en Córdoba. Ahí disfruta largando, pero también al costado de la calle, donde vende su propia ropa y una revista donde cuenta sus anécdotas y «roba» notas ajenas que le aportan contenido. Como cuando se hizo amigo de Ronaldo Da Costa, en su estadía en la Argentina, antes de que el brasileño ganara el maratón de Berlín con récord del mundo incluido (2h06m05s en 1998). En esas revistas colecciona fotos de antaño hechas con cámaras reflex, cuando los diarios le otorgaban, religiosamente, media página en sus suplementos deportivos.

Iván no tiene miedo. Dice convencido que es feliz. Le gusta la fiesta, el alcohol pero en su justa medida. «En mi familia hay muchos alcohólicos», cuenta sin ningún pudor.

Tampoco tiene reparos en asegurar que absolutamente siempre esquivó la presión del atletismo, y que si no hubiese sido así, «hoy no estaría acá hablando con vos. Fuera del atletismo -afirma- soy un desastre, pero creeme que soy feliz, que nadie me tuvo ni me tendrá. Quiero seguir corriendo hasta que me muera, si hubiese seguido los consejos, si hubiese aceptado las exigencias del sistema, hoy no podría hacerlo porque estaría reventado».

Iván no sabe cuántas carreras corrió. «Es imposible saberlo, es como si yo te dijese ¿Cuántas veces comiste en tu vida?». Y enseguida pregunta: «¿Es importante eso? A los chicos hay que llevarlos por un camino de sabiduría y paciencia, esquivando a la ansiedad. Preparar un maratón o cualquier objetivo que te plantees, lleva por lo menos cuatro años. Es como el colegio, para saber qué querés estudiar, tenés que hacerlo durante cuatro o cinco años. Los que llegan son los que le ponen garra, pero también los que van despacio». Iván es real. Un mito tan real como su melena al viento o su marca característica: pantalones de atletismo cortos al estilo de los ’80. «Me gusta Black Sabbath. Mirá, este tatuaje es por Ozzy», dice y muestra los nudillos. «Me da nostalgia ir a la pista, porque me quiero meter y no salir nunca más». Hace una pausa y pide: «Poné esto: cuando mi viejita se muera, quiero viajar afuera del país otra vez. Quiero volver a la San Silvestre de San Pablo, donde corrí una vez».

El tiempo dirá si cumple con su misión. Mientras, Iván, el de carne y hueso, el real, desaparece en una frenética pasada con la melena viento. Como a él más le gusta. Antes, se da vuelta y dice: «¿Qué más puedo pedir? Correr me hace lo que soy: un hombre feliz».

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